Mi turno en la librería había empezado como cualquier otro. La rutina siempre era la misma: abrir temprano, preparar la cafetera para los lectores que preferían probar la historia antes de llevarse un libro, y devolver a los estantes aquellos ejemplares que habían estado a punto de ser comprados. Había algo gratificante en ver a los clientes salir con una sonrisa, emocionados por su nueva adquisición.
Ella era una de esas clientas.
Sofía venía todas las semanas, iluminando el lugar con su presencia. Elegante, segura, sus cuarenta y tantos años le sentaban de maravilla. Su cabello castaño ondulado enmarcaba una mirada penetrante que parecía desnudarme cada vez que nos cruzábamos. Siempre venía acompañada de su esposo, Raúl, un hombre sereno que rara vez intervenía en las conversaciones que ella y yo sosteníamos sobre autores o libros.
Pero aquel día fue diferente. Entró sola. Su conjunto casual resaltaba su figura con una naturalidad que me dejó sin palabras. Estaba hojeando un libro que había pasado desapercibido en la tienda durante mucho tiempo: “La pareja multiorgásmica”.
Observé el ejemplar en sus manos, y quizá mi mirada se detuvo demasiado tiempo en el escote que dejaba entrever su piel, porque cuando volví en mí, ella sonrió, divertida.
—Mateo, ¿hace cuánto me ayudas a elegir mis lecturas? —preguntó de repente, con una sonrisa que parecía traviesa.
—Desde hace meses —respondí, nervioso, sintiéndome ridículo por no encontrar algo más ingenioso que decir.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, como si pudiera leerme con la misma facilidad que leía sus libros.
—Siempre he pensado que puedes conocer a alguien por lo que lee —dijo. Su tono era juguetón, casi un reto—. Y tú sabes mucho de mí, ¿no es así?
Antes de que pudiera responder, apareció Raúl. Como siempre, discreto, tranquilo. Nos saludó desde la distancia con un gesto breve y se perdió entre los estantes. Fue entonces cuando Sofía se acercó de manera inesperada, rompiendo cualquier barrera que hubiera existido entre nosotros. Su mano se deslizó con una confianza abrumadora hacia mi erección, que había surgido irremediablemente al contemplarla.
—Mateo, vamos a tu oficina —susurró en mi oído.
La propuesta me tomó por sorpresa. Miré a Raúl, esperando alguna reacción. Él, desde su rincón, asintió con una leve sonrisa. No había lugar para dudas. Caminé hacia la oficina como en un trance, con ella detrás de mí. Podía escuchar el eco de sus tacones y sentir su presencia tan cerca que mi erección, ya intensa, parecía latir con cada paso.
Mi oficina era un caos, llena de libros apilados sin orden aparente. Ella no pareció notarlo o, si lo hizo, no le importó.
—Esto es para disfrutarlo —murmuró mientras desabrochaba mi camisa, sus dedos explorando mi piel con una mezcla de ternura y deseo.
Cada prenda que caía al suelo intensificaba el calor entre nosotros. Cuando finalmente quedé desnudo, sus ojos me recorrieron con una intensidad que me encendió aún más.
—Eres hermoso —susurró antes de besarme con un deseo contenido.
Sus labios eran suaves pero firmes, y su cuerpo se movía contra el mío como si estuviera hecho para encajar perfectamente. La manera en que sus uñas se clavaban levemente en mi espalda me hizo soltar un gemido que nunca había oído salir de mí.
Mi excitación era tal, que a pesar de mis brazos delgados y mi poca actividad física que se reducía a cargar cajas de libros, levante a Sofía de las nalgas mientras se abrazó a mi cadera con sus piernas y la llevé a mi escritorio lleno de libros.
Seguí besando bajando por su cuello, recorriendo sus brazos que se levantaban con tal elegancia que todo me recordaba a esas películas eróticas que veía desde mi adolescencia.
Baje así hasta su sexo, contemplé con gran placer y lujuria sus labios externos que estaban mojados por su deseo. Sofia subió sus tobillos al borde del escritorio dejando su vulva completamente expuesta, cubierta únicamente de un vello finamente recortado que la hacía aún más irresistible. Se tomó su tiempo para preparar una barrera de látex, mientras separaba con delicadeza sus labios vaginales, dejando al descubierto su clítoris erecto. Su otra mano guió mi cabeza hacia su entrepierna.
Cuando mis labios rozaron su clítoris, soltó un gemido que resonó en toda la oficina. Lamí con hambre, saboreando cada gota de su humedad mientras ella se retorcía sobre el escritorio. Su cuerpo se arqueó y, con un grito que sin duda alguien más debió haber escuchado, un chorro cálido de su orgasmo empapó mi rostro y varios libros.
—¡Métamela ya! —jadeó, temblando todavía por las contracciones de placer.
Pero al escucharla, mi cuerpo reaccionó de forma inesperada: mi erección se desvaneció. Sentí una ola de ansiedad, pero ella, con la misma seguridad de siempre, se arrodilló frente a mí, colocó un condón en su boca y comenzó a succionar mi pene con una mezcla de pasión y ternura. Su lengua jugaba con mis terminaciones nerviosas, y cuando mordió suavemente para tantear mi dureza, sentí un espasmo de placer que me hizo estremecer.
Introdujo un dedo en mi ano, con una delicadeza que solo aumentó la intensidad de mi excitación. Mis gemidos confirmaron que estaba listo de nuevo. Se levantó, inclinándose sobre el escritorio mientras separaba sus nalgas con las manos.
La penetré con cuidado al principio, sintiendo cómo su cuerpo me recibía con calidez. Sus gemidos se transformaron en gritos mientras mis embestidas aumentaban en ritmo e intensidad. Cada movimiento la hacía explotar de placer, y nuevamente un chorro de su orgasmo cubrió el suelo.
Sin detenernos, me quitó el condón con destreza y me pidió que terminara sobre su espalda. No hicieron falta más palabras. Bastaron unos cuantos movimientos para que un torrente de placer recorriera mi cuerpo. Mi semen cubrió su espalda, mezclándose con el sudor de nuestros cuerpos.
Cuando todo terminó, el silencio llenó la oficina. Nos vestimos despacio, como si quisiéramos prolongar el momento un poco más.
—Gracias, Mateo —dijo, con sinceridad—. Abrí la puerta y ahí estaba su esposo, esperándola. La recibió con un beso suave, como si acabaran de compartir un acuerdo tácito que no necesitaba explicaciones. Ella se despidió con un último vistazo, dejándome con el caos en mi oficina y en mi mente.
Pasaron algunos minutos hasta que escuché la voz de Clara, mi asistente. Tocó la puerta y la abrió con cuidado.
—Parece que suceden cosas interesantes en esta oficina —comentó, mordiendo su labio inferior. Su mirada dejó claro que no había pasado desapercibido lo que había ocurrido.
Clara sonrió de lado, dejando la puerta abierta mientras yo me quedaba sentado, contemplando los libros mojados sobre mi escritorio.
—Es hora de cerrar. Nos vemos mañana —dijo, dejándome con mis pensamientos y una promesa implícita de que quizá, pronto, otra historia se escribiría entre esas paredes.